01/04/2015 | Un reclamo con vigencia

Malvinas: anécdotas de una tierra argentina

El pueblo argentino tiene un arraigo de larga data a la tierra que conforma las Islas Malvinas. La estadía de Luis Vernet, el primer gobernador argentino, permitió que un grupo de inmigrantes de distintas nacionalidades hicieran de esas islas y sus recursos la puerta de entrada a un país que los recibía.
El archipiélago de Malvinas tiene un clima implacable. Al típico viento patagónico se le suma el frío de su lejana latitud y la humedad del mar circundante. Pero esto no quiere decir que su tierra sea estéril. Los originarios pobladores de Malvinas a cargo de Luis Vernet, primer comandante político y militar argentino en el lugar a partir de 1830, así lo entendieron. El trabajo de la tierra y los recursos de las islas fueron un símbolo de la apropiación que hacían los habitantes de las islas sobre el ambiente que habitaban.
En el siglo XVIII nuestro territorio continental era una gran colonia española pero las disputas con Inglaterra por las posesiones españolas en Atlántico Sur desataron el primer gran conflicto diplomático con el Reino Unido. En 1770 se inició la crisis diplomática desatada por el establecimiento clandestino de un enclave inglés en Port Egmont tiempo antes. Finalmente el conflicto terminó con la expulsión de los usurpadores. En realidad los ingleses no hicieron ningún asentamiento permanente. Sólo un huerto era el registro continuo de la presencia inglesa. Fue casi una mera formalidad jurídica para dar cuenta de su estancia en la zona. Serían argentinos (e inmigrantes que decidieron radicarse en nuestro territorio) los que harían de esa tierra su lugar en el mundo.

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Marcelo Luis Vernet es escritor y tataranieto del antiguo gobernador de Malvinas. En junio de 2012 acompañó a la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner como peticionario en Naciones Unidas. El discurso de Vernet (disponible en su versión completa en la web de Cancillería) está construido en buena parte a través de la recuperación del cuaderno personal de su tátara abuela, María Sáenz de Vernet, esposa de Don Luis. Aquí se reproducen algunos párrafos que dan cuenta de la vitalidad de la primera colonia argentina en la región y su arraigo a la tierra a través de la actividad pecuaria:
El 15 de julio María arriba al Puerto de la Soledad. Acompañan la expedición 23 familias que iban a engrosar la población argentina existente. Ese mismo día comienza a escribir un diario. Nada extraordinario refieren sus páginas. Sólo la vida cotidiana de un pequeño pueblo donde comparten su suerte pobladores de las provincias de Santiago del Estero, Entre Ríos, Córdoba, Buenos Aires y Santa Fe; paisanos del Uruguay y tehuelches de la profunda Patagonia; campesinos alemanes, que junto a los argentinos levantan sus casas; escoceses y franceses que olvidando el mar se hacen hombres de a caballo y trabajan junto a nuestros paisanos; pescadores y marinos genoveses, ingleses, irlandeses (…) Su población estable sobrepasa el centenar de personas, aumentada por las tripulaciones de las embarcaciones que habitualmente hacen allí su recalada.
En las páginas del diario de María, las cartas, papeles oficiales y contratas de trabajo, que hoy conservamos en el Archivo General de La Nación, aún late la vida de todos los días del Puerto de la Soledad de Malvinas.

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Es un pueblo de trabajadores, sin presencia militar. Se extiende por algo más de media milla, bordeando la caleta que se utiliza como puerto interior. Se destaca la "Casa principal", sede de la Comandancia. Frente a ella un mástil con bandera y una batería que, felizmente, sólo se utiliza para saludar con cañonazos alegres a las embarcaciones que entran al puerto o en las solemnidades como ruidoso homenaje a la bandera. Detrás, junto al corral, se encuentra la "Casa de la huerta", habitada por el jardinero "un alemán que estuvo empleado en la quinta del Barón de Holemberg en Buenos Aires"; por el diario de María nos enteramos que "ha sembrado ya muchas semillas de hortalizas y un día de estos lo hará de flores". Un poco hacia el oeste, junto a una entrada de mar, la "Casita chica llamada del horno", habitada por el estaqueador de cueros.
Si vamos hacia el este, atravesando el puente del arroyo, damos con las casas del herrero y el pedrero. Muy cerca, la casa de Julio Grassi, el encargado de la salazón de pescado. Es un genovés que en su contrata dice ser de oficio "navegante". De 36 años, está casado y tiene dos hijos. María se ha hecho amiga de su esposa y en sus paseos siempre se llega hasta el pescadero que está junto a la playa a media legua de su casa. El jueves 29 de octubre fue de fiesta: "Es el primer día que se echó la red, donde fueron tomados cuatrocientos peces y muy grandes".
De lo de Grassi, hacia la barranca, está la casa del cirujano del pueblo, de cal, canto, piedra y arcilla. Junto al arroyo, las casas de las familias Klein y Hagener, que antiguamente servían de hospital a los españoles. Con sus paisanos plantaron una huerta protegida por tapias. Siguiendo siempre hacia el este, hacia el acantilado que da al puerto exterior de la Bahía de la Anunciación, están las ruinas del fuerte español que hoy se usan de corral para la hacienda. Junto al corral grande, las casas de los que cuidan el ganado y sobre la caleta, el muelle. Cerca del muelle el almacén y casa del despensero Guillermo Dikson, que todos llaman "la pulpería". Aquí y allá, más de quince ranchos de césped y turba, techados de tusak. Las casas de los peones que van y vienen del poblado a las estancias, "el campo", como le dice María. Como aún hoy llaman "camp", en las islas, a la inmensidad que se extiende fuera de las ciudades, con esta acepción que en inglés no existe.

La "cuestión Malvinas" mantiene una vigencia inobjetable y parte de ella puede encontrarse en ese arraigo a la tierra que los habitantes de nuestro territorio adquirieron. El texto que rescata el tátara nieto de Don Luis Vernet es un recordatorio más de la profundidad de un reclamo que está íntimamente ligado a la manera en que nos construimos como Nación.
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